Había sido un día normal, aunque dentro de sí mismo, lo normal resonaba como los pasos que no dejan huella, su andar había ido aminorando su estatura, la razón era que desde hacía 40 años no conocía bien a bien una sensación de tranquilidad; el desasosiego se le había montado en la espalda y lo había ido encorvando de a poco.
Para los otros, las características de su andar, habían creado la imagen de un ser de carácter templado y sereno, sin embargo, en la intimidad de sus pasos había una especie de germen, de parásito, un ritual que lo consumía a sí mismo. Jerónimo Loera, al pasar de los años dejó de “ser dueño de sí” para ser gobernado por sus pies; una especie de locura motriz que a veces le decía al oído que jamás había existido tal cosa de “ser dueño de sí mismo”.
Lo normal, en Jerónimo Loera, se había convertido en la resignación de que sus pies iban a su propio ritmo, se habían vuelto una especie de soldados rígidos y acompasados con un espíritu propio que lo iban alejando cada día más y más de la pizca de libertad que había conocido en la vida, eran unos pies locos que se habían enseñado a su modo a contar los pasos, ataviados con un calzado lustroso, impecable, como si el piso no los tocara.
Pero un tal día, incierto como aquellos días en los que no se sabe cómo comienzan las desgracias y cómo se extravía esa brújula del destino, a esos soldados suyos se les impuso lapidariamente un dicho, y ahí comenzaron sus bienes y sus males en una especie de contradicción existencial.
Ese primer dicho que se les impuso a sus pies, era que tal o cual día, él, Jerónimo Loera se había levantado con el pie izquierdo, porque el día había estado lleno de infortunios, como si una serie de acontecimientos trastabillaran uno contra otro. La contraparte lógica de aquel dicho era entonces que un buen día, un gran día, comenzaba con el pie derecho, de ahí en más, antes de incorporarse de la cama, aún adormilado, el pie derecho hacía tierra religiosamente en un ademán que trazaba un círculo en dirección de las manecillas del reloj alrededor de su zapato derecho. Entonces el día comenzaba bien.
Durante un tiempo a Jerónimo Loera le pareció que ese pie se hacía cargo de sostenerle, de hacerle parecer más como los otros, más típico pues. En una buena reunión de trabajo ese pie se cruzaba por sobre la pierna izquierda haciéndole parecer de un fino aspecto de hombre de mundo, varias ocasiones fue así, en un restaurante o en una función de teatro. La vida habría seguido siendo así, buena, típica y hasta de un aspecto socialmente normal y envidiable de no ser por la existencia de un pie izquierdo. A éste comenzó a serle molesto sostener todo lo que el pie derecho dejaba caer sobre él, un disímil par derecho recatado, aburrido, demasiado político y moral, creído de todas las bienaventuranzas por lo que adoptó un aire chocante, un realce injustificado; era el primero en entrar en cualquier lugar, el primero en ponerse de pie y había aprendido a sobresalir como el mejor de los rasgos físicos de Jerónimo Loera. ¿Cómo había logrado ser el rasgo característico por sobre la identidad de aquel hombre pusilánime?, era como si hubiera cobrado una independencia siniestra, o más correctamente una diestra independencia.
El alma del pie izquierdo comenzó así con una serie de pequeñas irrupciones, se desamarraba la agujeta una y otra vez haciendo parecer a Jerónimo Loera de una torpeza que contrastaba con su rigor habitual. Si el pie derecho contaba cada paso al andar, el pie izquierdo los desandaba contando regresivamente y entonces Jerónimo Loera tenía que regresar a donde había comenzado su andanza con el pie derecho tratando de rescatar el día, previniendo los infortunios. El pie izquierdo había sembrado la duda y esa duda actuaba sobre las certezas y el control del pie derecho, a veces a modo de un tropiezo, un desliz que descolocaba a Jerónimo Loera casi en su totalidad, porque su pensamiento nunca había reparado en las razones por las que sus pies habían adoptado ese otro modo de irse, llevándoselo.
La disputa que se había instalado entre sus pies había acabado con la alternancia lógica de los pasos, parecía que ambos pies habían adquirido compromisos distintos al margen de un Jerónimo Loera convertido en su marioneta, abandonado a la rutina y al pasar de los años infructuosos. Verdaderamente comenzó a parecer con dos pies izquierdos. Mientras el pie derecho se sentía más conforme con la aspiración de apropiarse de Jerónimo, el pie izquierdo se acalambraba en momentos en los que él deseaba decir no y estaba a punto de decir sí, porque Jerónimo decía sí a todo, particularmente a todo aquello que los otros esperaban o exigían de él.
El calambre del pie izquierdo sacudía a un Jerónimo que se había pronunciado siempre con el lema “yo no tengo derecho a enfermarme”, lo sentaba sudoroso y lo obligaba a quitarse el maldito zapato impecable. Al fin libre el pie izquierdo, Jerónimo dejaba de sudar copiosamente y se le sosegaba algo del alma, el calambre había irrumpido en sus estúpidos “sí” habituales. Y por primera vez notaba que el calzado que usaba era demasiado rígido, demasiado incómodo, demasiado ortopédico sin serlo.
La maldición de comenzar con el pie izquierdo puso a Jerónimo en una alerta para la que el ritual de hacer tierra con el pie derecho dejó de ser suficiente, el pie izquierdo comenzó a ser un extranjero del que había que cuidarse, la amenaza ya no le venía de un exterior abrumador sino de un interior desconocido que se le anunciaba como la otra cara de sí.
A veces Jerónimo Loera desandaba los mismos rumbos de siempre y se descubría de noche en una avenida distinta. Una de esas noches extraviado del sentido de sus pies, se descubrió en la cama de un hotel de quinta, lo dedujo por el estado del colchón, el asco que le produjo lo puso de un salto sobre el piso mugriento que lo primero que tocó fue su pie izquierdo. Jerónimo Loera apretó su muslo izquierdo como quien aprieta el cuello de su enemigo. Encontró sus calzoncillos y su cartera vacía, pero su rigurosa honra se le perdió entre la amnesia que lo agobiaba.
El día iría mal, estaba claro. El pie izquierdo se sentía más pleno que nunca, sin darse cuenta que estaba actuando como su disímil pie derecho, tratando de “deshacerse” de Jerónimo Loera a su modo. Éste siniestro nuevo amo de Jerónimo anduvo radiante ese día en dirección al trabajo, descontando los pasos que le había tomado años al pie derecho andar. Y se los iba descontando y desandando al oído. Trasnochado y desencajado aquel hombre se presentó a la oficina para descubrir que había sido removido de su puesto, por razones de presupuestos y edades. Se le solicitó la placa que lo identificaba en dichas funciones. Para el pie izquierdo de todos modos era un pésimo trabajo, él había sugerido tiempo atrás que fuera una renuncia y no un despido, pero la dignidad de Jerónimo podía ir siendo reducida, mermada a ojos vistos y aun así resistir, resignarse y aún engañarse con la ayuda del pie derecho quien lo había llevado por esos cuarenta años en la empresa.
La compensación entregada por los cuarenta años de servicio, no compensaba, sin embargo, todo lo que habían significado esos años de trabajo y su regreso a casa no fue el mismo, el pie derecho había sido reducido también a la insignificancia por las acciones del pie izquierdo. Pisó todas las líneas de las baquetas, los charcos sucios y había pasado la noche en un cuartucho de hotel en el que sólo Dios sabe que profanos residuos se le habían adherido a la planta. Todo había ido mal desde las intromisiones del pie izquierdo. La vanagloria del pie derecho preparaba su respuesta.

Esa noche Jerónimo Loera bebió con ánimo de pie izquierdo y sucumbió. La voz del médico, la imagen difusa del médico frente a él alistando el instrumental para amputar sus extremidades invadió de horror su pequeño cuerpo inmovilizado sobre la cama, al tiempo que escuchó ¿“izquierda o derecha primero”?
Así, aquel hombre controlado, minucioso y obsesivo comenzó a soñar. Soñó como pie izquierdo desandando el camino.

Angélica Reyes
Imagen de portada: ‘El caminante sobre el mar de nubes’, Caspar David Friedrich (1818). Óleo sobre tela, 74.8 cm × 94.8 cm, Kunsthalle de Hamburgo.
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