Cuando mi hija estudiaba en el CUTonalá de la Universidad de Guadalajara, estando sentada en una banca con sus compañeros al interior de un salón, un pitbull de color blanco con café y ojos de color verde entró caminando con dificultad y se acostó a los pies de ella. Así sin más, la eligió como la humana que lo ayudaría. Traía una pata vendada y estaba sucio, con heridas a la vista en su piel. Era el final de la jornada académica de un 24 de marzo (2014), así que buscaron en los pasillos a alguien que supiera de dónde había venido. La información obtenida fue que unas alumnas intentaron ayudarle vendando su patita y le colocaron una crema para heridas. Aún así, él seguía cojeando, se veía cansado y sediento.

Estaba exhausto, quizá de tanto caminar por las calles, y ahí se quedó, implorando por ayuda, comenzando así una historia que duraría casi 10 años y que fue la de él durante esa década que estuvo en nuestra casa.

Jorge cargó al perro en sus brazos para llevarlo al Neón de color rojo vino que teníamos en ese tiempo. Mi hija lo trajo hasta Guadalajara a la que, en principio, se había pensado como una casa “puente”, como le llaman los protectores de animales a las viviendas en que se hospeda a los lomitos o a los michis, para darlos en adopción a otro hogar.

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Valiente recién rescatado, 24 de marzo de 2014 (Tonalá, Jalisco). Foto: @inesmmichel

No obstante, esta casa se convirtió en el techo bajo el cual viviría por una década, por diversas razones.

La primera es que Valiente fue llamado así por mi hija desde que lo llevamos al veterinario para revisión y vio que tenía una patita que no podía apoyar como las demás, pues el médico nos dijo que esa extremidad no podría arreglarse, ya que nuestro lomito, que todavía no era nuestro, había sido atropellado y que el hueso, sin ninguna atención, había soldado mal, por lo que no era viable operarlo para arreglarse.

Nos conmovió profundamente saber que el perro probablemente se había arrastrado para poder comer y sobrevivir. De ahí le vino su nombre, de la valentía que desplegó para ello y de sus ganas de vivir.

De todas maneras, intentamos que fuera adoptado y lo anunciamos en las redes sociales, además de contactar a personas conocidas que creíamos que podían darle un hogar. Los dos ejemplos más concretos fueron dos: un tío de Jorge que tenía un rancho; y una compañera de Inés que lo pidió en adopción. Lo llevamos en el Neón hasta su casa, cerca del CUTonalá. Nos despedimos de él y ahí lo dejamos; pero al día siguiente, y luego de que ya dormía incluso en la cama (con nosotros había dormido en el patio trasero y no subía a la planta alta ni estuvo dentro de la casa), Adriana llamó a mi hija para decirle que la dueña de la casa no quería que estuviera ahí Valiente —la alumna era subarrendataria de un cuarto— porque había otro perro (por cierto muy descuidado por parte de la casera) y no quería que se pelearan por la escasa comida que ella llevaba para alimentar al otro cachorro.

Fuimos por él, por supuesto.

A nosotras nos preocupaba otra cuestión para adoptarlo definitivamente. Teníamos entonces también a Vodka, una perrita mezcla de french poodle con maltés que Inés había adoptado y que todavía no estaba esterilizada; procedimos a esterilizarla, no solamente para protegerla en relación con la disparidad de tamaño respecto a Valiente, sino también porque no deseábamos que se aparearan, ya que la cantidad de perros sin casa es muy alta, así que lo más responsable es siempre esterilizar a todos los animales con los que convivimos y así contribuir a que se detenga la cadena de reproducción irresponsable.

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Vodka (2010-2018). Foto: @inesmmichel

Finalmente, decidimos quedarnos con él. Para entonces ya llevaba como un mes con nosotros.

El argumento que nos convenció para esta decisión fue el de la protectora de animales de nuestra colonia, quien nos había recomendado no darlo en adopción por las redes sociales, ya que gente sin escrúpulos adopta pitbulls para utilizarlos en las ilegales peleas de perros, por la fuerza y resistencia de estos ejemplares.

Valiente fue, poco a poco, convirtiéndose en un habitante más de la casa, con todos los derechos. Para Inés fue “el hijo no deseado”, aunque también amado. Para mí terminó siendo el lomito que más he querido en mi vida.

Ocurrieron cambios en la vida de Inés. Se hicieron compañeros de vida ella y Víctor. Se fueron a vivir a la Ciudad de México. Y, desde luego, Valiente continuó conmigo, como siempre.

Paseábamos por las tardes, alrededor de las seis.

Cuando yo estaba trabajando en la computadora o entreteniéndome con alguna serie o película, se acostaba en los colchoncitos que le habíamos comprado y dormía cerca de mí.

Si yo estaba trabajando en el consultorio, cerca de las seis de la tarde él ya estaba esperándome en la puerta, para salir. O si yo dormía una breve siesta, en uno de los sillones de la sala, un poco antes de cumplirse la media hora que yo acostumbraba descansar, sentía en mi cara su lengua, despertándome para salir de paseo.

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Valiente en el consultorio. Foto: archivo familiar.

Había pasado mucho desde aquel tiempo en que no vivía dentro de la casa. De hecho vivió junto a nosotros al poco tiempo de su llegada y usualmente dormía en los sofás de la sala (era el único que tenía dos camas en esta casa), hasta que le compramos una camita específica, a ras del suelo, con su nombre y los colchones que ya mencioné.

Ello fue después de que la veterinaria recomendara que no era conveniente que brincara a los sofás, por el problema de columna y cadera que se agravó cuando Valiente empezó a envejecer y que era consecuencia de su cojera por la patita lastimada e incluso podría haberse complicado por algún factor genético o de nacimiento (como se podrán imaginar, nunca pudimos tener su historial médico completo).

En marzo de 2023, uno de los días que salimos a pasear me llamó mucho la atención que el perrito no podía caminar. Daba unos cuantos pasos y se detenía, avanzaba hasta después de un rato, daba otros pasos y se volvía a detener.

Lo llevé con la veterinaria. Por medio de los estudios radiológicos, diagnosticó cáncer, una de las enfermedades humanas que los canes también padecen, por el modo de vida y en especial la alimentación actual.

Si contamos a partir del año que tenía de acuerdo con los cálculos del primer veterinario que Valiente vio cuando lo llevamos a la primera revisión, el lomito tenía 10 años en 2023, lo que para alguien de su especie entiendo que son muchos (hay diferentes criterios sobre la cantidad de años humanos equivalentes en los perros).

Lo que sigue fue una historia triste y dolorosa; pero también no exenta de momentos alegres.

Uno de ellos fue cuando la médica dijo que podíamos intentar con homeopatía. Eso se hizo, para darle la mejor calidad de vida el tiempo que le quedara.

Y vivió casi un año más.

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Valiente paseando por la colonia Morelos. Foto: archivo familiar.

Del final sólo quiero decir (porque éste es un duelo que no ha terminado) que vivió 9 meses más; que comió comida casera todo el tiempo (por recomendación médica también), lo cual le gustó mucho. Cuando le dábamos croquetas por alguna emergencia simplemente no se las comía y esperaba la comida buena. También comía puré para bebé (latas de Gerber que le encantaban).

También diré que todos los días salimos a pasear y que caminaba muy bien; estaba feliz como siempre. Traté de vivir todo el tiempo que le quedaba (fuera el que fuera) diciéndome que había qué disfrutar el día a día y no adelantarme a lo que pudiera ocurrir.

El 24 de diciembre de 2023, como consecuencia de su enfermedad, falleció.  Tuvimos que “dormirlo” porque no nos quedó de otra.

Nos quedamos con el dolor y la tristeza de su ausencia; pero también, particularmente yo, con el tiempo que me acompañó, con su lealtad incondicional, con su nobleza; cualidades que sólo los de su especie tienen con quien los protege, y de las que quizá a los humanos nos haría falta aprender más.

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