No sé si la lucha continua contra el desorden que tengo en mi(s) casa(s) implique una lucha contra la vida misma. Me explico…

Desde niña crecí entre estadios alternados aparentemente contradictorios: podía ser muy desordenada o podía intentar ordenar hasta el último rincón de nuestro departamento en Fresales 156-A.

Sacaba cajas y colocaba manteles de forma meticulosa, clasificaba objetos y movía muebles. Ordenar era una de mis actividades favoritas.

Hasta la fecha, puedo tolerar únicamente solo cierto grado de caos y durante poco tiempo nada más. Después de habitar algún espacio por un número de días o semanas, mis manos y mente se vuelcan al proceso de intentar ordenar, incluso aquello que la casa materna excede por mucho mis fuerzas: los libros, esos maravillosos tesoros que acumulan historias, lamentos, gozos y polvo.

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Fotografía: @inesmmichel (junio, 2024).

He recorrido los pasillos, desde pequeña, primero en el departamento, luego en la casa que fuera del abuelo y ahora es de mi madre; a veces me siento maravillada y otras veces exhausta. Lo de exhausta tiene que ver con mi afán de querer ordenar los libros, clasificarlos, intentar ubicarlos en un espacio-tiempo concreto que mi mente pueda comprender y abarcar. Pero los libros nos han desbordado siempre, papá adquiere nuevos ejemplares a una velocidad imposible de controlar.

Entonces siempre hay libros en las mesas, en los libreros y fuera de ellos, en las superficies (les digo yo) de todo tipo, en bancos, en sillas, a veces en ventanas; libros que se caen y hay que recogerlos, aunque también se llegan a quedar bajo las camas o muebles sin que nos percatemos de ello hasta mucho después. Libros que aparecen bajo la almohada con una pluma a modo de separador. Libros que cuelgan peligrosamente de las estanterías llenas a rebosar, todos esperando su turno de ser finalmente acomodados en la biblioteca que imagino desde niña, una de techos con altura incalculable, escaleras para alcanzar los tesoros resguardados hasta arriba, con luces en los entrepaños, sillones mullidos y mesas para poner el té; una biblioteca donde no entre el ruido de afuera, porque no quiero ser extraída de los mundos en los que pretendo sumergirme para siempre; una biblioteca que, de pronto, a la luz de un terremoto inesperado, se convierta en mi última morada, enterrada por la avalancha de historias, de sucesos que caerían sobre mi cuerpo que se ha ido fracturando, no por los libros, sino por la vida.

Esa biblioteca aparece como una ilusión sublime a la que me aferro, sin saber por qué, a pesar de los intentos del espíritu de escapar de esta aparente materia que me contiene, me sostiene y me recuerda que existo en una materialidad difícil de describir, pero que ahí está, cada mañana cuando me levanto, cada hora de oficina insoportable, en cada lágrima que escurre al leer a Lem y comprender que sus viajes son mis viajes, que yo también me perdí, no sé cuándo, en un universo equivocado.

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Fotografía: @inesmmichel (junio, 2024).

Mi lucha contra el desorden también está activa en el departamento que comparto actualmente con Víctor y no tiene que ver con los libros, sino con evitar obsesivamente la repetición y desmarcarme de la historia familiar. Clasifico botellas, etiqueto cepillitos para limpiar, reordeno cajones y coloco nombres a cada carpeta de documentos. Vic me mira de reojo cuando comienzo a sacar todo de nuevo del cajón que recién ordené el mes pasado. Sabe (lo sé también yo) que mi batalla continúa, que pretendo que, algún día, no haya una sola mota de polvo y así por fin cada objeto esté limpio y siempre en su lugar, siguiendo un mapa preciso que dibujo y redibujo en mi mente. «En mi casa, debo saber exactamente dónde está cada cosa (y en qué condiciones, si requiere repararse, coserse, pegarse o reciclarse)», me repito una y otra vez. No quiero perderme en el (des)orden imaginario de la casa familiar.

Los días de asueto, y otros momentos de pasar más tiempo en casa, se han convertido en una especie de trampa. Aunque tengo actividades pendientes por resolver que involucran leer, escribir, pensar y completar tareas postergadas de diversa índole, dedico varias horas de ese día en particular a ordenar, a no permitir que el caos se apodere de mi espacio. Cuando se empieza a poner el sol, me doy cuenta de que aún tengo muchos pendientes no-domésticos atorados. Y llega la angustia. Hago lo más que puedo en cada rubro, siempre sintiendo que faltó algo, que fallé en algo: en ordenar o en terminar proyectos y asignaciones que siguen esperando en la lista.

Hoy, antes de comenzar a escribir, y justamente leyendo a Stanislaw Lem, se asomó una nueva idea angustiante. ¿Y si lucho contra el desorden luchando contra la vida misma?

Me imaginé un orden final, perfecto e impoluto y me di cuenta de lo mucho que se parece a la muerte (a la nada), silenciosa, cerrada, inalterada, nada qué reordenar, limpiar, ni cambiar, solo paz y estatismo.

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Fotogafía y edición: @inesmmichel (junio, 2024)

El caos en cambio es multicolor, es vida que pulula aquí y allá, es ruido, desorden e ideas que vienen y van, es múltiples posibilidades de (des)organización.

Supe, como partida por un rayo de conciencia que sigue ardiendo, que lo que no soporto cuando no soporto el desorden es la vida misma, desbordada, incierta y, sí, amenazante.

Tragué el último sorbo de Earl Grey, ya casi frío, y me permití sentir esta angustia, este dolor, esta incertidumbre, pensando en que (tal vez) mañana la vida multicolor me sorprenda lo suficiente para volver a sonreír, y de nuevo querer vivir.

Una respuesta a “Mi lucha contra el desorden”

  1. […] finalmente claras. Y pude sonreír, no por obligación ni para corresponder el gesto a alguien, sonreí para mí, sorprendida por la vida multicolor que, aunque se desordene y me inquiete, aún tiene mucho que […]

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