La idea me ha dado vueltas desde que, transitando por la colonia Americana, encontré un grafiti que ha permanecido resonando en mi vida. Publicada en mi cuenta de Instagram el 10 de diciembre de 2016, y guardada en mi fototeca digital desde entonces, la fotografía de tonos azules y grisáceos es un recuerdo de la interrogante que me interpeló en la calle Emerson, entre Morelos y Pedro Moreno (Guadalajara, Jalisco, México).

Decimos ser libres…, tengo mis dudas… Y esas dudas causan de nuevo revuelo cuando me enfrento a coyunturas particulares en las que se pone a prueba nuestra capacidad (mi capacidad) de decidir, de ser consecuente con lo que pienso, creo y soy.
Platicaba con una amiga que, en realidad, nuestra libertad siempre está coaccionada, ya sea por los deseos y necesidades que nos impone el capitalismo, ya sea por la búsqueda de un empleo que posibilite nuestra supervivencia, incluso a costa de ceder valiosas horas, horas irrecuperables, que nos son arrebatadas. Para decirlo con Pizarnik:

Y los trabajos no son de siete horas, a veces ni de ocho. Muchos de los empleos en México están precarizados, y no permiten a las personas garantizar su sustento ni contar con las necesidades básicas resueltas.
Es cierto. Una no viene a la tierra para siempre. El tiempo que tenemos se agota a cada paso que damos, en cada comida; se va agotando durante las horas de sueño, indispensables para que el cerebro funcione correctamente. Entonces, ¿en qué decidimos empeñar nuestro tiempo? ¿Qué vale la pena hacer con los momentos que tenemos, contados, finitos, que se escapan a través de una tubería que llamamos realidad y que, con un goteo a veces imperceptible, nos van vaciando de la vida prestada que nos habita?
Hace algunas semanas revisité una película que también había quedado resonando en mí desde que la vi por primera vez. In Time es una cinta dirigida por Andrew Niccol en la que el tiempo es la moneda de cambio. A los 25 años todas las personas ven detenido su proceso de envejecimiento y, a la par, comienza a correr una cuenta regresiva que llevan a modo de reloj digital en su antebrazo, la cual les otorga un año más, tras el que morirán de un ataque cardíaco si no consiguen más tiempo para agregar a su reloj de vida. Para poder obtenerlo, trabajan y hacen intercambios en los que se agrega o se resta tiempo (la renta, la comida y todo lo que se adquiere se paga así), por lo que en la práctica ya no existe el dinero, ha sido sustituido por relojes digitales que registran las transacciones en minutos y segundos.
En esta distopía que transcurre en el año 2161, las desigualdades permanecen, las personas ricas acumulan un tiempo prácticamente ilimitado, lo cual las hace casi inmortales (siempre y cuando no ocurra ningún accidente, pues no envejecen, sin embargo, sí pueden morir por heridas o similares), mientras que las personas pobres viven al día, intentando sobrevivir con los minutos, días o semanas que les quedan e involucrándose en todo tipo de trabajos y actividades como las apuestas o las transacciones en casas de empeño, que les permiten conseguir un respiro y un poco más de tiempo, de vida.

La premisa de esta historia de ciencia ficción nos posibilita pensar algo que podríamos obviar debido a la realidad acelerada que corre a nuestro alrededor. Cuando recibimos un salario a cambio de nuestra fuerza de trabajo, también estamos obteniendo un pago a cambio de nuestro tiempo. Cada minuto que dedicamos a labores remuneradas, nos permite recibir dinero y con ello cubrir ciertas cuestiones. A la par, cada minuto que dedicamos a trabajar es un minuto que no vuelve, que hemos restado de otras actividades, muchas de las cuales no son remuneradas y que vale la pena hacer tanto o más que aquellas por las que nos pagan con dinero.
En esa disyuntiva e intentando salir de la lógica del capital, que nos dicta que solo vale aquello que genera dinero, muchas personas que conozco se ven inmersas. ¿Hacer lo que más nos gusta, incluso si esto genera poco o ningún ingreso? ¿Hacer lo que nos gusta menos o nada a cambio de un salario que pague las cuentas?
¿Habrá posibilidades intermedias? ¿Se puede trabajar en lo que nos apasiona y que esto represente la principal fuente de ingresos? Con dificultades, muchas personas nos encontramos en esa apuesta, una que hay que construir día a día y que no está exenta de dudas, de preguntas y de afrentas.
Por otro lado, escuchando uno de los pódcasts de un proyecto español que me gusta bastante, llamado Traficantes de sueños, entendí que está bien sostener proyectos que no tienen como fin generar recursos monetarios y apostar por ellos incluso contra lo que dicta el sentido común. Es el caso de esta revista digital que ya casi cumple 10 años, el cual ha sido un proyecto personal, familiar y también colaborativo, en el que han participado personas de diversas disciplinas e intereses, donando su tiempo, sus letras y posibilitando reflexiones que tienden puentes y cuerdas para unirnos más allá de nuestra posición geográfica.

Asimismo, encontrar una actividad para desarrollar que nos remunere de manera justa, que además nos guste y nos permita aprender, crecer y soñar, es un horizonte que permanece, en ocasiones más o menos desdibujado, pero ahí está. Una de las luchas que tenemos que seguir dando es que podamos llegar a ese escenario sin que sea un mérito exclusivamente personal, sin que sea un privilegio.
Inés M. Michel





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