Eunice Michel
A la memoria de mi hermanita de 7 años, Pili. Se fue un mes antes de cumplir los 8.
“Existe cierto tipo de ficciones mediante
las cuales el autor intenta liberarse de
una obsesión que no resulta clara ni
para él mismo. Para bien y para mal,
son las únicas que puedo escribir”.
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas.
¿Qué es la infancia? ¿Por qué duelen tanto o, por lo menos, diferente, las muertes de las niñas y los niños?
Yo, como César Vallejo (y disculpen la falta de modestia), no lo sé.
Lo que sí sé es que los padres no deberían nunca enterrar a sus hijos o hijas. Va contra la naturaleza y contra la historia generacional.
Y, como Freud lo dijo, al fallecer su hija Matilde, su “niña de domingo”, no hay herida narcisista más grande que perder un hijo (a).
Mi hermanita, María del Pilar, llamada así por la Virgen española, nunca cumplió 15 años, que era la fecha en la que mi mamá decía iba a llevarla a España, a conocer la imagen sagrada de quien llevaba el nombre.
Ella había estado enferma desde niña. ¿Por qué? Los médicos no lo supieron. Forma parte de otro de los tantos enigmas que en aquel entonces, la ciencia no conocía. Y que quizá ni ahora conoce. Sólo dijeron a mis padres que un porcentaje de niños nacía con ese padecimiento.

Nosotros, los hermanos mayores, Javier, Marco Antonio y yo -la mayor de mis hermanas, Obdulia, vivía con mi abuela Pita-, y Leopoldo, Mina y Luis estuvieron excluidos de ese momento (eran muy pequeños todavía), nos sorprendimos mucho cuando mi madre nos llamó ante su cuna y comenzó a decirnos: “Su hermanita no es una niña como todas… “
Y de ahí pasó a explicarnos sobre la condición que tenía: una obstrucción en la columna vertebral que tendría graves consecuencias para su vida.
Después nos pidió que colocáramos las manos sobre su cuna y ahí, frente a ella, le juráramos que, en caso necesario, nos haríamos cargo de ella y la cuidaríamos. Los tres lo hicimos.
Pili, efectivamente, vivió muchas dificultades a lo largo de su pequeña existencia. Le hicieron varias operaciones para que sobreviviera el mayor tiempo posible. Una, la más importante quizá, fue la instalación de una válvula que llevaba el líquido del encéfalo al corazón para que de ahí se distribuyera a todo su cuerpo.
Sin embargo, también tuvo momentos muy felices. Sus fiestas de cumpleaños, por ejemplo. Cuando partía el pastel y desenvolvía los regalos que le llevaban sus amigos y amigas del Jardín de Niños.
Porque fue a la escuela. Su inteligencia no estaba afectada y, al contrario. Era superior a la media, como le dijo a mis papás la maestra particular que la atendía al principio y después de hacerle las pruebas correspondientes, indicó que era muy importante la socialización con otras niñas y niños.
Actualmente, vive al lado de mi casa el hijo de una de sus compañeritas de aquel entonces, la única que he podido recuperar de las que convivieron en el kínder con mi hermana.

Pili tuvo además una evolución más lenta para caminar que la mayoría de los pequeños; y, no obstante, poco antes de irse de este escenario desde el que tanto la extrañamos y tanto nos duele su ausencia pese al tiempo transcurrido, ella ya podía ir sola, apoyándose en los muebles de la casa e incluso subir las escaleras apoyada en el pasamanos (había tenido una andadera especial antes de esa etapa).
Un día me preguntó por qué estaba enferma y no sana como los demás niños. Le contesté que así, como alguien podía enfermarse de gripe, ella padecía una enfermedad que se llamaba congénita y de la que podría estabilizarse algún día.
No fue así, lamentablemente.
Los galenos ya le habían dicho a mi mamá que a partir de los 5 años, que los niños comienzan a padecer varias afecciones, tales como sarampión, viruela, y otras que son características de ese periodo infantil, las cosas podían complicarse para Pili, dada la deficiencia en el sistema inmunológico, que traía aparejada su enfermedad.
No perdíamos la esperanza, sin embargo. Por ese tiempo, mi madre conoció a una enfermera de 20 años que tenía el mismo padecimiento que su hijita y su situación era estable, dentro de las condiciones. Trabajaba, incluso.
No pudo ser así en el caso de mi hermanita.
Se contagió de algún virus y su condición se volvió crítica cuando éste llegó a las meninges.
Lo demás ya para qué decirlo.
La enterramos con un vestido tejido, de color rosa mexicano, el que más le gustaba cuando vivía.
Y nuestro dolor fue tanto, que nunca hablábamos de ella. Se convirtió en un tema tabú en la familia.

Mamá nunca se recuperó de la pérdida de su niña.
Y a mi padre, fue una de las pocas veces que lo vi llorar en su vida, cuando su hermana, mi tía Josefina, le llamó para darle las condolencias, antes de acudir al sepelio.
No hubo velorio. Estuvimos sólo un rato en nuestra casa de la calle Francia. Y el momento más emotivo fue cuando llegó un camión que transportaba a todos los niños y niñas de su grupo escolar, junto con su maestra. Todos llevaban en las manos ramos de flores blancas para Pili.
Por mi parte, poco después de su fallecimiento, una vez intenté hablar sobre ella en una reunión con mis compañeros y compañeras de Filosofía, en la casa de mi profesor de alemán. Se llamaba Herr Lühman.
En cuanto comencé a decir: “mi hermana siempre había estado enferma, desde recién nacida…” no pude continuar; porque el dolor y el llanto fueron incontenibles.
Nunca volví a hablar de ella.
Hasta hoy. Han pasado 50 años, pero mi dolor no. Ni mi llanto, cuando escribo estas líneas.
En su tumba, por decisión de mi madre, hay unas palabras de mi autoría, que forman parte del poema que hice para una amiga de la infancia, quien también murió siendo niña, ella del corazón, y así mismo, por una cuestión genética.
“Era sólo una flor… Hoy, una estrella”
Guadalajara, Jalisco, 6 de mayo de 2021.
Eunice Michel.
Imagen de portada: Ramillete de Estrella de Belén (El Jardinero Urbano / BP).