Te deseo la vida y derramo lágrimas sobre tu cuerpo inerte. La boca se me secó hace horas, y la mortaja casi la hice jirones para poder sentir tu pelo, antes suave, ahora áspero. La muerte espera en la puerta, inclinando su cabeza. Me pregunto si sentirá la misma tristeza que sus cuencas vacías me transmiten.
Extiende su mano y me indica con calma que ya es hora y el reclamo se atora en mi garganta. Quisiera que mi perra moviera su cola una última vez. De pronto, de reojo, veo que lo hace y me congelo. Observo, girando la cabeza muy lentamente, para no ver, aunque mis ojos permanecen muy abiertos; no quiero que el dolor me engañe ni que la cordura se esfume del todo.
Su cuerpo yace en una mesita blanca. Cupo bien, salvo por la cola que cuelga un poco tiesa. ¿O ya no cuelga? ¿Qué veo? ¿Es otra vez su cola moviéndose? Lenta, perezosamente. Como despertándose de un sueño o letargo. Después fueron las orejas, una se levantó apenas un poco, la izquierda, la que siempre movía hacia delante y hacia atrás. Parpadeo, absorta en mis pensamientos, recuerdo la tarde que fuimos al bosque y se perdió por dos horas. Regresó enlodada y sin su collar. Mandé hacer otra plaquita de hueso con su nombre grabado.

Luego el párpado fue descubriendo lentamente su ojo, que había sido cristalino; en vida estuvo lleno de preguntas que nunca supe responder. Me veía, desde su mirada brillante, y me preguntaba… ¿qué me preguntaba?
Inclinando su cabeza, igual que lo hacía ella, buscaba sus dos luces parpadeantes y así me quedaba hipnotizada. Podían pasar minutos bajo el hechizo de su mirada.
Esta vez el ojito se veía muy distinto. Opaco, oscuro, casi sin brillo. Sentí escalofríos.
La muerte seguía ahí, observando toda la escena; mi niña levantó su cabeza, enfocando sus ojos nublados directamente hacia mí. No me atreví a hablarle, el silencio entre nosotras me resultó abrumador y decidí tocar su cabeza; su pelo se sentía todavía áspero.

— ¿Eres tú?
Ella movió un poco sus orejas.
— Quisiera que estuvieras viva.
Su cola se balanceó levemente.
— Hice una tumba para ti, pero no puedo meterte ahí.
Mis ojos se llenaron nuevamente de lágrimas. Sentí cómo mi estómago se retorcía y ahora era mi alma la que estaba hecha jirones. Recogí el hueso que estaba junto a la mesa blanca. Lo acerqué hasta su nariz. Me sorprendió ver que no lo miraba con emoción y su nariz no se movía de un lado a otro como cada vez que olisqueaba su hueso preferido.
Sin que lo esperara, saltó de pronto y aterrizó con un golpe seco en el piso. Sorprendida, me hice un poco para atrás hasta llegar casi al borde de las escaleras. Lentamente comenzó a mover sus patitas, acercándose hasta el primer escalón.
Al llegar allí volteó de nuevo a verme meneando la cola. Entendí que quería pasar, así que me moví hacia la pared y ella comenzó a bajar lentamente la escalera.

Primero solo la seguí con la mirada, hasta que llegó al descanso. En ese momento bajé detrás de ella con el corazón latiendo muy deprisa. Al sentir que yo también bajaba comenzó a moverse con más rapidez.
Llegamos hasta el jardín y ella se detuvo en el umbral. Se quedó mirando hacia el agujero que habíamos cavado por la tarde. Entendí lo que haría a continuación y le grité:
— ¡No te vayas! ¡No estoy lista todavía!
Sentí como me carcomían la desesperación y la angustia.
Ella no volteó; después de unos segundos cruzó el umbral y avanzó hacia la tumba, llegando hasta el borde. Fue en ese momento que se giró de nuevo y se quedó mirándome; su cola se reflejaba en el cristal de la puerta.
— Te voy a extrañar mucho. No sé cómo voy a seguir sin ti.
Movió una última vez la cola y brincó hacia la tumba abierta.

Estuve más de una hora sentada en la escalera, sin poder salir al jardín. Los primeros rayos de sol ya iluminaban el pasto cuando la muerte pasó por mi lado y atravesó el césped, desapareciendo tras el árbol del abuelo.
Con las piernas entumidas me fui acercando a la tumba y la encontré llena de unas flores moradas que me resultaron familiares, eran lilas, como las que encontramos tiradas durante nuestro primer paseo. Ni siquiera tuve que echar la tierra de vuelta, la muerte ya se había encargado. Las lilas cubrieron todo el jardín y así ha permanecido hasta ahora que se cumplen cinco años de su muerte.
Inés M. Michel
Imagen de portada: Campo de lilas (2017), María del Mar Garrido César.





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