Eunice Michel
A la memoria de mis abuelos maternos. Ella, Marta Ignacia Guadalupe Aldama Chávez Vda. de Díaz, Pita, fue la Adelita de José María Díaz Villagómez. Él era un mayor del ejército de los seguidores de Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa.
La madre de mi progenitora era menuda, delgadita, de cabello largo y rizado, que juntaba en un moño en la nuca. Tenía los ojos grandes, negros y una nariz ligeramente respingada. Quien ha visto fotos de ella de joven, y quienes la conocimos ya no tan joven, podemos decir que fue la mujer más guapa de nuestra familia.
Mis abuelos maternos tuvieron dos hijas: una fue mi mamá, de nombre Josefina y la otra, quien era mayor que la autora de mis días, María de la Luz.
Tanto mi abuelo como mi tía María de la Luz, tuvieron muertes trágicas. Él, que fue un hombre tan valiente, murió a los 33 años en una emboscada que le tendieron sus enemigos, traicionado por su asistente, el hombre en quien más confiaba.

En cuanto a mi tía, María de la Luz, murió a los 3 o 4 años, cuando, mientras jugaba, cerca de una acequia, cayó al agua y se ahogó, ante la mirada indiferente de los vecinos, quienes todavía le dijeron a mi abuela que la vieron cómo movía desesperada sus bracitos; pero decidieron no intervenir para “no comprometerse”. Esta frase, para mí, de la no voluntad de compromiso ante la necesidad de ayuda de una niña, un auxilio del que dependía su vida, no la comprendí; ni la comprendo ahora, tanto tiempo después de haberme enterado de esa tragedia por Pita. Todavía me pregunto: ¿sería que, los niños y las niñas, ante la mirada adulta de ese tiempo, no eran niños ni niñas?
Horas después del suceso, las autoridades encontraron su cuerpo en un alambrado, donde se había atorado su vestidito.
¿Porqué le empezamos a llamar a mi abuela Pita? Pienso que, en primer lugar, porque tres nombres son demasiado para la pronunciación de los adultos, quienes para abreviar le llamaban Lupita y después mi hermano varón mayor, Javier, le empezó a decir lo que como niño podía pronunciar, y luego, todos los demás: Obdulia (quien era la mayor de las hermanas), Marco Antonio, Leopoldo, Josefina, Luis Felipe, María del Pilar y yo fuimos sucesivamente siguiendo su ejemplo y se le quedó el apócope: Pita.

En lo personal, decir que la quise mucho, es poco. Como en el caso de Obdulia, de quien fue lo que podemos llamar su madre sustituta, de mí fue también la figura femenina de la que obtuve el amor maternal que tanto necesité cuando era pequeña y el que mi madre, aunque también me quería, no podía prodigar, por lo menos como yo hubiese deseado. ¡Tenía tanto trabajo como directora de la Escuela de Niñas del pueblo en que vivíamos y después, en Guadalajara, como maestra de banquillo! Además, como las feministas dicen ahora, tenía la doble jornada; atendía también lo mejor que podía las labores domésticas. Fuimos ocho en la familia.
Por lo demás, y no es lo menos importante, como lo sabemos por el psicoanálisis, la relación familiar más complicada, exceptuando la de suegra y nuera y, mediando en los dos casos lo que Freud llamó el complejo de Edipo, es la de madre e hija. Nuestro caso no fue la excepción.
Con las abuelas, por lo general, es diferente. En mi particular experiencia, me convertí desde la edad más temprana, en su confidente, lo cual para mí fue un privilegio y el motivo de un afecto inquebrantable por Pita. Ella me hablaba de la historia censurada de la familia y yo la escuchaba, atentísima, con la impresión de estar asistiendo a un evento del orden del acontecimiento más importante de mi vida. Como en las novelas policíacas que ahora disfruto tanto, ella era como la detective que al final de la narración, resuelve todos los enigmas.

Así, entré en el universo de un misterio que me atañía en forma directa; porque, como es sabido, también desde los conocimientos y la clínica psicoanalítica, en toda estructura familiar hay una historia de la que no se habla, pero la que, curiosamente, se convierte en un silencio que hace mucho ruido.
Desde mi perspectiva y mis años que ya cuentan, como psicoanalista, este síntoma es al que se refiere Georges Simenon, escritor belga, considerado uno de los más grandes en la novela negra del siglo XX, cuando comienza Las hermanas Lacroix con este epígrafe: “toda familia tiene un cadáver en el armario”. Le faltó agregar, y perdonen la falta de modestia mía, que es justamente ese cadáver el que está más vivo.
Ya siendo adulta, en un tiempo y una relación distinta, de la que fui confidente fue de mi mamá, quizá porque encontró en mí alguien que no la juzgaba y, al contrario, después de haber pasado por experiencias muy intensas en mi propia vida, la comprendía.
Volviendo a Pita, cuando Yuya (como le decíamos a Obdulia) se casó, me tocó ser la suplente de una ausencia de la que no se reponía y de la que me hablaba cada vez que iba a visitarla en el cuarto de azotea en el que vivía y donde comíamos juntas lo que había cocinado ese día, en su estufa de una sola parrilla: frijoles, tortillas, algo de carne asada a veces, y salsa de jitomate con nopales.
Me hacía un espacio en su cama llena de retazos de tela y platicábamos; mientras, degustábamos nuestros alimentos. Me platicaba de muchas cosas: de su tristeza por la ausencia de Yuya; de mi abuelo José María; de sus recuerdos del gran movimiento social en el que habían participado ambos; de la misión pastoral que realizaba en ese momento en el templo de San José de Analco, cercano a su casa. Era catequista.

Algunas veces, íbamos al cine. En esas ocasiones yo invitaba, dados los escasos recursos con los que contaba ella. En especial, recuerdo una película que se llamaba Preciosa y se escenificaba en Puerto Rico. Le gustó tanto, que a la salida me dijo “y de verdad, la película estuvo preciosa”.
Pocas veces habló de su familia. Ella había sido educada por sus abuelos maternos y cuando se fue de su casa, no volvió a ver a nadie de sus parientes. Del único que tenía un vívido recuerdo era de un hermano de ella. Se llamaba Alfredo.
A su mamá casi no la mencionaba; solo me dijo que estaba casada con un hombre que no era el padre de Pita. Y de su progenitor nunca habló, no sé si porque no sabía nada de él o porque estaba muy resentida. O por las dos cosas.
En una ocasión, a solicitud de Pita, fuimos a Uriangato, en el estado de Guanajuato, a buscar a unos de los familiares de mi abuelo. Iba toda mi familia y recorrimos casi todos los barrios de la ciudad, en una especie de periplo como el de Juan Preciado en Pedro Páramo, hasta que encontramos por fin, con los recuerdos de mi abuela, la casa que buscábamos.

La señora que ahí vivía, quien era mi tía abuela, hermana de mi abuelo José María, le preguntó a la mamá de mi madre: “¿Tú eres aquella muchacha con la que vino José María?” Pita contestó afirmativamente y entonces la abrazó, con mucho cariño. Pasamos todo el día con ellos, platicando entre otras cosas, de una pariente mía que era escritora, lo que me dio mucho gusto (siempre me ha gustado escribir).
Al final de nuestra visita, ocurrió algo triste. Llegó una niña de esa familia con su mamá y la hija era muy parecida a mi hermana, la más chica, María del Pilar, Pily, quien hacía poco había fallecido de meningitis, como consecuencia de una enfermedad congénita.
Mi madre no dejó de llorar en cuanto la vio. Y aunque, cuando nos fuimos, prometimos que algún día regresaríamos, nunca lo hicimos y pienso que fue por el encuentro con el recuerdo de esa hija que murió a los 7 años, y que dejó en mi mamá un dolor del que nunca se repuso.
Para las fiestas de Navidad, llegaban a nuestra casa Pita y Yuya, con modestos regalos que mi abuela hacía, como protectores para la cocina, delantales u otros. Su oficio fue el de costurera toda la vida. Solo una vez, por recomendación de un militar que había conocido a mi abuelo, un general de apellido Irieta, fue directora de un Asilo de ancianos. Y como costurera el mejor trabajo que tuvo fue cuando dirigió un taller de costura en Puebla, con empleadas a su cargo y hasta trabajadora doméstica tenía.

Con el paso del tiempo, cambió mucho la situación de Pita. Desde que yo recuerdo, el regalo de Navidad para ella fue siempre dinero, que tanta falta le hacía.
Mi mamá me dijo alguna vez, cuando ya era yo adulta, que su mamá no sabía administrar el dinero y por ello habían vivido las dos con muchas carencias siempre.
Por mi parte, lo que yo viví en mi infancia, fue una abuela que adoró a todos sus nietos y nietas, que le disgustaba que mi mamá nos impusiera castigos excesivos y que cuando nos encargaba con ella, cuando vivía por la calle de Catalán (hoy Avenida Revolución, en Guadalajara), nos daba como botana membrillos con limón y chile que nos gustaban mucho y sandwiches con leche Nestlé, los que hasta ahora, excepcionalmente y en un descuido de mi nutrióloga, los consumo con bastante gusto. Y mucho de nostalgia también.
Cierto que, asimismo, si no queríamos ir a la escuela estando con Pita , simplemente no íbamos, lo que a mi mamá, y con razón, no le hacía ninguna gracia, si llegaba a enterarse.

El día de la cena de Año Nuevo, hacía buñuelos de los llamados de rodilla. Y asimismo, un ponche de frutas que mi mamá continuó haciendo en esa fecha muchos años después de la muerte de Pita. Los buñuelos, que mamá nos regaló a cada uno de sus hijos e hijas ya casadas y como un regalo para cada familia, fueron desde la partida de mi abuela de los llamados de viento, que actualmente siguen vendiéndose en las tiendas y supermercados los fines de año, en bolsitas de celofán.
Mi abuela materna murió hace 40 años en el mes de mayo, también como Pily, quien falleció 10 años antes que ella, en ese mismo mes.
Pita conoció nietos, biznietos y quizá hasta algún tataranieto.
Murió a los 81 años, de neumonía, en un hospital del IMSS, en la sala de Terapia intensiva, después de la operación de una úlcera gástrica, de la que su cuerpo no resistió lo que los médicos llaman el proceso postoperatorio.
Y después de una traqueostomía, lo que prolongó 14 días más un sufrimiento innecesario para un cuadro patológico que ya no tenía remedio.
Yo no sé cuánto tiempo más, en buenas condiciones de salud, podría haber vivido; porque hubiera es solo un tiempo gramatical.
Lo que sí sé es que el médico que la atendió se acercó a mi mamá y le dijo, como disculpándose: la señora estaba en un estado de desnutrición que complicó mucho las cosas. Lo siento mucho.
Yo lo he sentido más a lo largo de toda mi vida.
En la misa de cuerpo presente, en medio del templo de Analco, Obdulia y yo, abrazadas, no dejábamos de llorar, hasta que se acercó mi padre y nos encaminó a la salida.

Y cuando llegué a su velorio, mi mamá, mientras nos abrazábamos, sólo me dijo: “se fue la que tanto te quería”.
Y miren ustedes, en todas las familias hay sujetos que se convierten en lo que los psicólogos llaman “la caja de resonancia” de los síntomas familiares; lo que no significa, por supuesto, que los demás miembros de la estructura familiar carezcan de éstos: ¿quién, siendo humano, no tiene síntomas? Como atinadamente dice la psicoanalista e historiadora francesa Élisabeth Roudinesco, también biógrafa de Lacan, la estructura familiar misma es un síntoma.
Para alguien como yo, que carga por elección las culpas familiares y por obsesión las suyas propias, la vida no ha sido ni es fácil; pero, ¿para quién que es, sí?
Después de todo los neuróticos y las neuróticas, de lo que sufrimos, es de reminiscencias. Y de significantes, como dijera Lacan.
Eunice Michel.
Guadalajara, Jal., colonia Morelos, 13 de enero de 2022.
Referencias:
Simenon, Georges: Las hermanas Lacroix. Acantilado. Barcelona, 2013.
Roudinesco Élisabeth: La familia en desorden. Anagrama. Barcelona, 2004.
Imagen de portada: En el arandel BP.