LÁMPARA DE ACEITE | Velos suicidas y cerezas

Columna invitada

El suicidio ha sido un fenómeno cultural bastante analizado bajo ciertas disciplinas, interpretado entre figuras simbólicas y contextuales limitadas, pero pendiente de una conexión empática sin compasión.

A un poco más de dos mil seiscientos años del primer suicidio registrado en la historia de la humanidad, cometido por Periandro; gobernante, filósofo y tirano griego, la actualidad occidental sigue en deuda con un entendimiento de esta manifestación donde la búsqueda y el encuentro con la muerte no es, simplemente, una relación idílica, vesánica o vehemente caprichosa. Esta semana quiero reflexionar sobre la reinterpretación artística del suicidio, ya que, se trata de un espectro comunitario y no únicamente individual. El suicidio ha sido un fenómeno cultural, ya bastante analizado bajo ciertas disciplinas, interpretado entre figuras simbólicas y contextuales limitadas, pero pendiente de una conexión empática sin compasión. Con esta premisa no quiero descalificar ni invisibilizar aquellos esfuerzos que ya se manifiestan como acercamientos empáticos desde el empirismo, de hecho, quiero, con este texto, reforzar y sumar a la discusión, ahora desde la óptica artística y cinematográfica, por supuesto.

No pretendo formular un concepto alrededor del fenómeno, simplemente acercarme desde algunos productos culturales para comprender cómo se ha expuesto en la mirada occidental, específicamente en contrapunto con la mirada oriental, donde la idea del sacrificio llegaba de mano propia en forma de harakiri, creando un vínculo íntimo del individuo con el discurso del honor, defendido por ciertos guerreros japoneses, mejores conocidos como samuráis. En este lado del globo, el tratamiento del sacrificio ha sido interpolado entre las ideas centrales de la culpa y de la divinidad, convirtiendo en aversos o mártires a quienes acaban con la vida propia. Aunque, esta idea ha ido modificándose, mostrando que el sacrificio también es resultado de la angustia, el dolor y la muerte provocados de un individuo a otro. El padecimiento para llegar a la glorificación divina será parte fundamental de esta idea, tal como se muestra en El sacrifico del ciervo sagrado (2018), de Yorgos Lanthimos, pero ese es tema para otra ocasión. Regresando a nuestra idea principal, quisiera comenzar citando el filme que me gustaría resaltar por su solemnidad y pasividad, en el mejor de los sentidos, para abordar un tema tan complejo y temeroso como el suicidio, me refiero al ostensible, pero tácito al mismo tiempo, filme iraní de Abbas Kiarostami, El sabor de las cerezas (1997), que puedes ver en la plataforma de MUBI. 

películas suicidio
Portada de ‘El sabor de las cerezas’ (1997) / MUBI.

Para el momento en el que salió a la luz este filme, Kiarostami ya tenía en su haber algunas joyas cinematográficas como ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), Close-Up (1990) y A través de los olivos (1994), esta última, considerada como una de las mejores cintas dentro de su filmografía. El sabor de las cerezas narra el recorrido de un hombre que busca a una persona para ofrecerle dinero a cambio de que haga un trabajo muy particular; tirarle tierra encima en dado caso de que al siguiente día esté muerto o ayudarlo a salir del hoyo si está vivo. Es evidente que la intención del hombre es suicidarse, de hecho, esta situación es muy similar a la que aparece en Tres colores: Blanco (1994) de Krzysztof Kieślowski, aunque con la diferencia de que en esa historia el hombre le paga a otro para asesinarlo. En el filme iraní, el suicida deja muy clara la idea de que la razón que lo ha orillado a tomar esa decisión está lejos de la locura y cercana al hartazgo, pero más allá de preguntarme los motivos, me resulta más interesante esbozar los lienzos que han matizado al acto del suicidio. Lienzos que plasman una falta de novedad para el corazón, ya que no es nuevo morir, pero tampoco lo es vivir, como lo recitó el poeta ruso Yesenin, antes de ahorcarse en su casa, debido a un profundo estado de depresión.

Para Pier Paolo Pasolini, el cine siempre está imbricado con la muerte, aunque no todo el cine, por supuesto. Él se refería al cine que no estaba sometido a los aparatos mediáticos del exhibicionismo cinematográfico; más cercano a la publicidad y a la mercadotecnia que al cine. Afirmaba que el autor de un filme, al hablar de la vida, siempre muestra su forma de entender su propia muerte y de esta forma, el filme se convierte en un acto sagrado, pero entonces también se convierte en un acto suicida. Por supuesto que es una idea completamente debatible, pero interesante cuanto menos. Por otro lado, también es cierto que el cine, incluso el comercial, ha contado historias alrededor del tema del suicidio, en ocasiones como método moralista aleccionador y en otras como tragedia del vaivén entre aquellas famosas pulsiones de vida y muerte (eros y thanatos) que postularía Freud en Más allá del principio del placer (1920). Algunos ejemplos de filmes que abordan el tema son Harakiri (1962) de Masaki Kobayashi, Las vírgenes suicidas (1999) de Sofia Coppola, La chica del puente (1999) de Patrice Leconte, Japón (2002) de Carlos Reygadas, El club del suicidio (2001) de Shion Sono, The Sea of Trees (2015) de Gus Van Sant, Montparnasse 19 (1958) de Jacques Becker, Oslo, 31 de agosto (2011) de Joachim Trier o Control (2007) de Anton Corbijn, entre muchas otras, ya que el tema, por su singularidad, ha sido abordado desde diferentes aristas.

Po su parte, la literatura también ha expresado en sus letras el síntoma del tema. El novelista y poeta alemán, Johann Wolfgang von Goethe llegaría a escribir: “El suicidio es un hecho que forma parte de la naturaleza humana. A pesar de lo mucho que se ha dicho y hecho acerca de él en el pasado, cada uno debe enfrentarse a él desde el principio y en cada época debe repensarlo”. Tan sólo en la obra trágica de Shakespeare aparecen 13 suicidios repartidos entre Romeo y Julieta, Julio César, Otelo, Hamlet, Macbeth y Antonio y Cleopatra. No es de extrañarse, dado que la cualidad literaria esparce un efecto dramático que se juega entre la vida y la muerte. Un hecho singular, pero para nada inadvertido es que el efecto dramático de las letras, en ciertas ocasiones, traspasó la encuadernación del libro y se instaló en la narrativa de algunos autores. Nombres como Ernest Hemingway, Alejandra Pizarnik, Paul Celán o Virginia Woolf, resuenan en la periferia del sombrío tema, sobre esta última, el espléndido director británico, Stephen Daldry dirigió la fantástica cinta Las Horas (2002), que hace convivir a tres mujeres de diferentes tiempos, incluida Virginia Woolf, por medio de La señora Dalloway (1925); la famosa novela de la escritora inglesa.  

Otras novelas que reúnen el tema desde entornos distintos son El club de los suicidas (1878) del escritor de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886); Robert Louis Stevenson, Los suicidas (1969) de Antonio Di Benedetto, que se llevaría a la pantalla grande en 2005 por el cineasta argentino Juan Villegas, y Réquiem por un suicida (1993) del mexicano René Avilés Fabila; de esta, Elena Garro se referiría a ella como “una novela que debería ser prohibida” por su extravagante nihilismo que podría pasar como una apología. No obstante, todos estos ejemplos, cinematográficos como literarios, sirven para demostrar los componentes culturales que oscilan en el marco de su ejecución para generar nuevos acercamientos al tema y, por supuesto, nuevos entendimientos para su revisión, prevención y atención. 

libros sobre suicidio
Portadas de ‘Los suicidas’ (1969) de Antonio Di Benedetto, ‘El club de los suicidas‘ (1878) de Robert Louis Stevenson y ‘Réquiem por un suicida‘ (1993) de René Avilés Fabila.

“el autor de un filme, al hablar de la vida, siempre muestra su forma de entender su propia muerte y de esta forma, el filme se convierte en un acto sagrado, pero entonces también se convierte en un acto suicida”

Regresemos de tajo al filme de Kiarostami para puntualizar uno de los acontecimientos más relevantes de la narración y que da nombre a este texto. Es evidente que en el suicida cae un velo empolvado que delimita el horizonte para comprender el mundo y su relación en él, pero la cinta iraní apertura una bella posibilidad que ilumina y retira aquel velo pesado y depresivo para reavivar una mirada vitalizadora en el cuerpo y en el espacio del personaje, pero no por medio del simple optimismo como en el filme de Capra; ¡Qué bello es vivir! (1947), aquí lo que se dibuja es más complejo. Se pone de manifiesto una fina y elegante demostración de la fuerza del mundo y su naturaleza, es decir, la fuerza natural de la muerte es equivalente a la fuerza natural de la vida a partir del encuentro con el dulce sabor de unas cerezas, que invitan a seguir degustándolas y disfrutándolas, poniendo a la muerte en estado de espera. Un simple, pero potente llamado a la vida.

Abbas Kiarostami
Fotograma de ‘El sabor de las cerezas’ (1997) / MUBI.

La escuela del dolor

Hay un misticismo que nos hace convivir, temer y disfrutar de ciertos temas que podrían pasar como oscuros y tenebrosos, pero que al final de su recorrido siguen siendo parte central de nuestra interacción en el mundo. El suicidio no solo es una búsqueda romántica ni un encuentro desesperado y demencial con la muerte, o así lo apuntó Émile Durkheim en uno de los estudios sociales más completos que se han realizado sobre el tema, pero además de ofrecer las categorías para su entendimiento, también se debe destacar su avidez para acercarse a una comprensión legitima del tratamiento psicológico y social.

Ahora, uno de los espacios artísticos donde la figura de la muerte por propia mano es más dramática y convulsa, por su emotividad, es el musical. Hubo, alguna vez, incluso, una canción que gozaba de mala reputación por su influencia a cometer suicidio. Gloomy Sunday fue escrita por el compositor húngaro Rezső Seress en 1933 e interpretada por la famosa cantante Billie Holiday, composición que llegó a estar prohibida por algún tiempo. Pero no por eso, se debe olvidar que en la música, como en diferentes artes, el misticismo enigmático de la muerte no solo está presente, sino que es el motivo principal. Boleros como Bodas Negras (1976) de Julio Jaramillo o El jinete (1953) de José Alfredo Jiménez dan cuenta de aquel encuentro fatal, a veces añorado con la muerte. Si tomamos como punto de partida la letra en Deuda (1973) de Jaramillo donde afirma que “la vida es la escuela del dolor” pero, además, es en la vida donde “se aprende también a soportar las penas de una cruel desilusión”, debemos acercarnos con cautela y entender que estamos bajo un efecto dramático, pero me atrevo a corregir al gran Jaramillo para decirle que no se trata de soportar las desilusiones, sino de entenderlas, aceptarlas, abrazarlas y dejarlas ir, y si hace falta llorar, bienvenidas las lágrimas. Pero la idea del suicidio no es una lágrima, es un grito desgarrador para hacernos saber que necesitamos llorar.  

filme iraní suicidio
Fotograma de ‘El sabor de las cerezas’ (1997) / MUBI.

Christian Romero.


Imagen de portada: El suicidio (1877), Édouard Manet.  

Las opiniones vertidas en las columnas invitadas y en las publicaciones especiales reflejan el punto de vista de su autor o autora y no necesariamente el de Cuerdas Ígneas como proyecto de escritura. Para comentarios, observaciones y sugerencias escríbenos a: cuerdasigneas@gmail.com

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