Columna invitada
«La velocidad es el factor que dinamita en nuestra memoria su deterioro, puesto que nada es recordable ni añorable»
Nos hemos levantado en contra de los vestigios opacos y sufribles de nuestro desencantamiento poético, acumulados en nuestra mirada e istoricidad (sin h, porque, ¿qué importa la forma?), a tal grado de querer reprimirlos, desaparecerlos en ocasiones y sustituirlos por efectos polares y discontinuos donde la velocidad es el factor que dinamita en nuestra memoria su deterioro, puesto que nada es recordable ni añorable y, mucho menos, digno de ocupar un espacio privilegiado en nuestros pensamientos, en nuestros recuerdos y en nuestros espejos memorísticos. Sin embargo, y para variar, aquella precoz velocidad que dota a las imágenes, en cualquiera de sus presentaciones, de una cualidad fugaz y desmontable, usurpable por otra nueva imagen hiperveloz que, a su vez, será sustituida por la invasión de alguna otra imagen, da cuenta de que, en la actualidad, el regreso a pensar la memoria como uno de los fenómenos más relevantes dentro del marco vivencial del individuo, ya que, en ella se aloja el acaecimiento de nuestras voluntades, no sólo es necesario, además es pertinente, porque de eso podría depender el completo alejamiento o el regreso a nuestra insoslayable historicidad (ahora sí con h). Este problema fenomenológico de primera instancia, se resuelve dentro de su propia complejidad, pero pareciera que la solución está en la prolongación del problema, una paradoja expuesta no por falta de evidencia en la solución, sino por la falta de observadores en la memoria.
Quisiera resaltar el punto relevante de esta reflexión, me refiero al tema del eterno retorno, ese acto, en ocasiones involuntario y en otras buscado, que nos permite asimilarnos e interactuar con el pasado que sí queremos recordar y discriminarlo del que no, pero, ¿cuál es la relación que existe entre ese eterno retorno (inevitablemente doloroso como lo pensaban Schopenhauer y su discípulo Nietzsche), con la función archivística de la memoria? La respuesta se encuentra en el tejido de lo que se observa hacia el exterior de la mirada y lo que se deja de observar hacia el interior de la misma, se comienza a generar y desear el encuentro con algo que nos hace falta. Una mirada faltante, producto de una imagen sobrante, pero funcional, para la configuración de un relato del cual no podemos prescindir, porque es el relato de la visualidad. Lo que trato de decir es que aquella vieja óptica de la visión se desmorona cuando en nuestra percepción no queda espacio para la inmersión del sufrimiento. La velocidad actual no sólo es rígida, también es inventora de la felicidad a costa de lo que sea, incluso de la verdad, porque en nuestra mirada y en nuestra memoria no queda espacio para la infelicidad. Una lluvia de optimismo en la visión, una lluvia fatal disfrazada de salvación.

«a todos los lugares se regresa con el corazón roto, con el cuerpo destrozado y con la mirada inanimada»
Esta ocasión quiero recomendarles uno de los filmes poéticos más sobresalientes por su estado sumergible de encantamiento metafórico, en donde, las imágenes que se nos presentan, nos involucran de tal modo con el personaje protagonista, haciendo que experimentemos una entrañable empatía y suframos con él sus pericias en la búsqueda de aquella imagen faltante, aquella mirada perdida que reconocemos, pero no hemos visto jamás, o tal vez, solo hemos olvidado, sin conocer su aspecto, aunque sea parte de nosotros. Estoy hablando del filme griego, La mirada de Ulises (1995), del genio cinematográfico Theodoros Angelopoulos. Obvia resulta la influencia del gran poema épico de Homero, La Odisea, compuesto en el siglo VIII a. C. Se cuenta la historia de un director de cine greco-estadounidense que regresa a su ciudad natal en Los Balcanes, al norte de Grecia, para presentar su nuevo filme, aunque en realidad, está ahí para buscar tres antiguos rollos de película que filmaron los hermanos Manaki, personajes reales que fueron pioneros del cine en la primera década de 1900, es decir, el personaje, interpretado por Harvey Keitel, regresa a su pasado en búsqueda de la mirada perdida, porque aunque queramos desprendernos de ciertas imágenes, en algún momento se termina por darle paso al eterno retorno de la memoria ausente-presente.

Esta búsqueda surge del resultado del olvido, porque es el olvido el periodo de letargo de la mirada, donde el cuerpo queda inmóvil y es sentenciado a padecer el asombro del momento en el que la mirada decida, por cuenta propia, salir para encontrarse con la huella del presente. Detrás de todo este fenómeno, existe una figura esencial para el detonamiento de este alumbramiento de la imagen faltante, la importancia de la ciudad como fuente de exclusión e inclusión de los individuos es fundamental. Es la ciudad el espacio del que se decide partir y dejar en el olvido para después retornar a ella, justo como en el filme de Angelopoulos. Ahora, me gustaría compartirles un poema que permite asimilar esta idea de mejor forma, además, su autor es una de las influencias poéticas más importantes para el cineasta griego, hablo de su compatriota Constantino Cavafis y su poema La ciudad, incluido en los Poemas canónicos (1895-1915), porque a Los Balcanes y a todos los lugares se regresa con el corazón roto, con el cuerpo destrozado y con la mirada inanimada, donde el camino es siempre el mismo camino y donde todas la ciudades son siempre las mismas ciudades. El hastío, el deterioro, el reencuentro.
«La ciudad»
Dijiste: «marcharé a otra tierra, iré a otro mar.
Otra ciudad habré de hallar mejor que ésta.
Cada empeño que pongo lleva escrito una condena
y está mi corazón, como un muerto, sepultado.
«En este declive, cuánto más se obstinará mi mente.
Adonde vuelva los ojos, adonde quiera que mire,
negras ruinas de mi vida es lo que veo aquí,
donde tantos años he pasado, he malgastado y consumido.»
No habrás de hallar nuevos sitios, ni encontrarás otros mares.
Te seguirá la ciudad. Las calles donde deambules
serán las mismas. En estos mismos barrios te harás viejo.
Y mudarás a gris en estas mismas casas.
Siempre vendrás a esta ciudad. A otros lugares —ni lo esperes—
no hay barco para ti, no hay camino.
Igual que malgastaste aquí tu vida, en este rincón menor,
así la has arruinado en el resto de la tierra.»
Constantino Cavafis.

La serpiente que engulle su cola
Uróboro es la palabra que define un antiguo símbolo de la alquimia que muestra la aparición de una serpiente o, por lo menos, una figura serpentiforme comiéndose su propia cola. Este símbolo es asociado a la lectura del esfuerzo eterno, de aquel regreso inevitable con lo que fue, la vuelta hacia atrás. Una alegoría de que el eterno retorno es una potencia fundacional que da orden a nuestra experiencia y, propiamente, modela nuestro flujo visual. También da cuenta de una evidencia en torno a la comunión entre los elementos materiales y espirituales que componen el fragmentado universo individual, pero que siempre regresa a la asimilación de ese caos. Una figura metafórica que sirve para explicarnos ciertos aspectos de la repetición en nuestra vida.
No obstante, aunque aquel inevitable movimiento circular nos aproxime al retorno, a veces me gusta pensarlo no como un eterno retorno sino como un evento sempiterno. La diferencia radica en que se desdibuja la figura de la circunferencia para extenderse linealmente hasta el infinito. Es decir, si queremos usar la misma imagen de la serpiente, esta nueva versión nunca alcanzaría su cola porque seguiría creciendo infinitamente, por lo tanto, no se devoraría, aunque su cuerpo esté repetido infinitesimalmente. En otras palabras, la repetición y regresión a la mirada perdida siempre involucra una modificación en el cuerpo y en la mirada porque, aunque todas las ciudades sean las mismas, y el cuerpo, aparentemente, igual, la verdad es que siempre resurgimos en otro y con nuevos modos de ver.

Cerraré este texto citando uno de los diálogos más bellos de La mirada de Ulises, que da cuenta de aquellos susurros de la mirada, aquellos susurros de memoria, aquellos susurros de amor:
«Cuando regrese, lo haré con las ropas de otro, con el nombre de otro. Nadie me esperará.
Si me dijeras que no soy yo, te daría pruebas y me creerías. Te hablaría del limonero de tu jardín, de la ventana por donde entra la luz de la luna, y de las señales del cuerpo. Señales de amor.
Y cuando subamos temblorosos a la habitación, entre abrazos, entre susurros de amor, te contaré mi viaje, toda la noche, y las noches venideras… Entre abrazos; entre susurros de amor. Toda la aventura humana. La historia sin fin.»
La mirada de Ulises (1995).

Christian Romero.
Imagen de portada: Fotograma de La mirada de Ulises (1995) / MUBI.
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