Tango
(2010-2020)
Eunice Michel
La cuestión que procede plantearse no
es si los animales pueden razonar sino:
<<¿pueden sufrir?>> (Bentham).
Jacques Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo.
Esta es mi historia. La cuento, no porque piense que lo ocurrido conmigo en la colonia Morelos, en la ciudad de Guadalajara, donde viven mis protectores, vaya a resolver de tajo lo que comúnmente pasa con mis congéneres, sino porque creo que la memoria es necesaria, a pesar de tantas infamias que se cometen a diario por los seres humanos, quienes se creen dueños no sólo de sus casas, sino del planeta entero (basta ver la degradación ecológica que han ocasionado y quizá hasta las posibilidades de extinción no sólo de otras especies sino la de ellos mismos; entre otras cosas, por su falta de respeto a la vida y a la naturaleza y su gran apego al dinero).
Pensarán hasta aquí ustedes que tal vez sea muy reflexivo para haber sido quien fui.
Pero miren. Cuando aquellos miserables me tiraron por la noche, en las vías del tren, siendo yo apenas un cachorro de unos días de nacido, puede ser que hayan tenido la esperanza de que al día siguiente, a partir de las 5 de la mañana, las enormes ruedas del transporte colectivo acabaran conmigo. Me sentí tan asustado y desvalido al verme sin mi mamá y abandonado a lo que esos irresponsables, por decirlo suavemente, habían destinado para mí, decidí, no sé cómo –era entonces tan pequeño– intentar que alguien me recogiera y me llevara a un lugar seguro, en el que, sano y salvo, hubiera agua y comida; un techo bajo el cual dormir y, por supuesto, con la agilidad que nos caracteriza, pudiera por las noches recorrer las azoteas de la cuadra; algo que, genéticamente, ya traía en las venas, como todos los de mi especie.

Entonces, maullé. Fuerte, desesperadamente, para que ese pedido de ayuda llegase a algunos oídos capaces de comprenderlo.
¿Y a qué no creen? Mis maullidos dieron resultado.
De pronto, a unos metros de mí, vi una muchacha delgada, con el pelo largo y negro y sus brazos hacia mí, llamándome. No tuve duda. De inmediato, dejé de maullar, la dejé que se acercara y me cargara en sus brazos hasta una casa que estaba como a media cuadra de donde yo me encontraba. Un lugar cálido, sin frío, con comida y agua y una cajita de cartón y una toalla que aquella noche me sirvieron de cama.
Al tiempo, ya me di cuenta (y eso explica mi aire reflexivo y crítico) que mis protectores eran filósofos –y psicoanalistas y amigos del psicoanálisis– y su hija, quien me rescató, una estudiante en esa época.

Viví con ellos una década y tuve muchas experiencias.
Desde el día que llegué, ya estaba en casa Silvestre, era negro con el pecho blanco y una parte de su cara del mismo color que éste; pero, sobre todo, él era, como suele decirse “un alma de Dios”. Me aceptó inmediatamente, al contrario del prejuicio que se dice de nosotros, que somos “muy territoriales” y que no integramos fácilmente a alguien, ya sea de nuestra especie o de otra, que arribe como nuevo huésped.
En cambio, una vivencia muy desagradable me tocó con el perro de la familia, un pit bull de nombre Valiente.
Una tarde que mi protectora trabajaba en su consultorio, y como yo era más bien lo que se nombra huraño, hasta con la chica que me rescató de la calle y ya no digamos con ese espécimen, enorme para mi tamaño: una masa de color blanco y café que prestamente se me vino encima cuando yo salía hacia el árbol de la casa que se encuentra en el jardín de atrás. Me alcanzó por el cuello y me zarandeó; pero, gracias a mi bravura (como pude, le arañé toda la cara) y también a mis maullidos de auxilio, ella vino corriendo y me salvó de inmediato.

Rápidamente, subí por la escalera de fierro que da hacia la azotea de la vivienda y solo vio en el suelo, junto al árbol, unos pelos amarillos que me alcanzó a quitar el pit bull.
Por fortuna, fue solo el susto; pero tardé varios días en volver y anduve vagando no sé dónde. Cuando mis protectores pensaban que ya no regresaría, asomé la cabeza por el techo de la casa, después de que me encontrara, en una vuelta que di, mis platitos de croquetas y agua abajo del tinaco de asbesto.
¡Me esperaban! ¡No me habían olvidado!
A pesar de mi hurañez, me dio mucho gusto verlos y regresé a mi hogar. Entretanto, ellos habían colocado volantes con mi foto e ido casa por casa a preguntar por mi suerte.
Seguí mi horario nocturno y mis siestas en el día. Logré ser lo que los humanos llamarían un atleta y de alto rendimiento. Nunca estuve gordo; por lo contrario, fui muy delgado, por lo que significaba el ejercicio de recorrer todas las noches una manzana de azoteas.
Me habían esterilizado, claro; ese es el costo de la domesticación, como ellos dicen; pero no me pareció mal. Por nada en el mundo hubiera querido que mis hijos e hijas anduvieran rodando y a merced de cualquier crueldad que a estos seres se les ocurriera.
Una madrugada, cuando regresé, Silvestre no estaba en su lugar. Él nunca salía, se pasaba el tiempo en casa; pero siempre que yo llegaba, pasábamos todo el día juntos. Hasta comíamos del mismo plato y de las mismas croquetas. Nos quisimos mucho.
Por la noche de ese día y viendo que no regresó, lo llamé, desgarradoramente, maullando, maullando. Tanto que mis protectores lloraron al escuchar mis maullidos. Para mí, yo me decía, que algo muy malo había pasado, para que mi amigo no estuviera.

Mientras, yo seguía llamándolo; porque duré varios días; uno de estos, se acercó mi protectora y me dijo: Tango, Silvestre ya no va a venir. Él falleció de una obstrucción urinaria (los oí decir después que también por negligencia médica del veterinario). Me quedé solo.
Seguí saliendo por las noches. La mamá de la casa ya me había habilitado en su cuarto, que era donde yo dormía, una ventana abatible para que, desde la planta alta, pudiera salir yo sin tener que pasar por el lugar de la planta baja, donde duerme el pit bull.
Además, me compró una cama chiquita, la cual puso debajo de su cama. Ahí me dormía en el día.

Puedo decir, que, aparte de lo de Silvestre y el episodio con el perro, esos años fueron felices.
Nadie me molestó en mis recorridos nocturnos y por supuesto, tampoco molesté a nadie.
Por desgracia, como todos ustedes saben, nada –y sobre todo la felicidad– dura para siempre.
Hace poco, una noche, la del 16 de octubre, salí por la ventana, como siempre.
Pero el día 17, ya no pude regresar.
Me he preguntado: ¿qué fue lo que hice para merecer un castigo como el darme veneno?
No lo sé. Mis protectores tampoco lo sabrán nunca.
La señora se extrañó al no verme por la mañana, en la ventana y acostado al sol en la marquesina, como acostumbraba. Pensó que regresaría al rato.
Por la tarde, mientras trabajaba en la computadora, tocaron en el cancel del que fue mi hogar. Dos muchachas le dieron la infausta noticia.
Mi cuerpo está en el jardín, ya sin mí.
Mis protectores aún se preguntan por qué, en un tiempo en el que, incluso en las redes sociales, aparecen anuncios de cómo ahuyentarnos cuando algo de nosotros molesta a los vecinos o, en su defecto, cuando podrían haber ido con ella a dar la queja de mi conducta, para que pusiera remedio, me condenaron así, sin apelación, a una muerte criminal y no deseable para nadie, ni siquiera para un gato como lo fui yo. Nada más; pero tampoco nada menos.
Esta es, pues, mi historia.

Guadalajara, Jalisco, colonia Morelos, 28 de octubre de 2020.
Maestra gracias por compartir esta reflexión tan triste. Lamento mucho su pérdida. Sigo sin comprender esas actitudes de algún es seres «humanos». Le dejo mi abarzo.
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Muchas gracias, Vero. Nosotras tampoco comprendemos lo sucedido. Abrazo de vuelta.
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