En la era digital todo son catálogos intangibles y listas de reproducción, los objetos han pasado a un segundo plano. Pienso en las películas, los discos y todo aquello que coleccionamos en algún momento de nuestras vidas. La música, el cine, la literatura ahora se cargan en un dispositivo electrónico de menor o mayor tamaño que promete horas interminables de películas, canciones y lecturas.
Pero, ¿dónde está todo ello? Una vez que se apaga la pantalla, no hay un texto encuadernado que tocar, una estantería de películas que desempolvar, ni una colección de discos que nos acompañen en cada mudanza. Nos hemos volcado a acumular listas y experiencias estéticas que pertenece al mundo virtual, almacenadas en formatos digitales que han rebasado lo que alguna vez imaginamos, pero hay un hueco que se hace cada vez más grande y nuestra relación con el arte cambió de manera definitiva.
En mi adolescencia recuerdo la emoción de ir a escoger un disco, comprarlo y desenvolverlo con cuidado, para luego ponerlo en el reproductor y empezar a escuchar las canciones de un álbum que seguían un orden propuesto por las creadoras/es de esas melodías. Siempre había la posibilidad, por supuesto, de saltarse algunas, de repetir una favorita o de escucharlas en distinto orden, pero al dejar correr el disco eras partícipe de un lenguaje y de una secuencia que decía algo y que posibilitaba la creación de una atmósfera particular.
En el caso del cine, fui partícipe de las experiencias (que ahora parecen de museo) que involucraban ir a pararse frente a estanterías de películas y escoger una para rentar el fin de semana, o de emocionarte porque saldría en DVD un estreno esperado que estabas esperando volver a ver o incluso ver por primera vez.

Con los libros es parecido, pues crecí rodeada de ellos, y más que objetos que contienen letras, se convirtieron en tesoros que se han ido acumulando en la casa familiar, llenos de notas, subrayados, reflejando el paso del tiempo en sus hojas, guardando historias y acompañando el hogar, llenándolo de vida. Imaginen entonces mi shock cuando personas me han dicho que ya no compran libros, pues todo lo llevan consigo en Kindle o en el iPad.
De manera similar, aunque disfruto de las comodidades de los servicios de streaming, me niego a dejar de comprar películas ya sea en blu-ray o DVD, pues creo que los catálogos digitales son una especie de espejismo, donde nos dicen que está todo, pero ese todo tiene bastantes faltantes y además carece un poco de alma.
Yo sí creo en los objetos con alma, que forman parte de nuestra historia personal y que van envejeciendo junto a nosotras. Las páginas de los libros se amarillentan, las fundas de las películas se empolvan y agrietan, los discos se rayan… en cambio los catálogos y listas de Apple Music, Netflix, Prime o el servicio de su preferencia brillan insistentemente, artificialmente.
No sé cuál sea el futuro de los soportes digitales, pero me temo que ese universo de información de ceros y unos, conduce a un laberinto indescifrable y, que al final, si hubiera que rastrear nuestra presencia en el mundo, sería mucho más útil un vestigio de algún objeto, algo tangible sobre nuestra especie, algo con lo que interactuamos y que envejeció entre nosotras.
Me niego a renunciar a los libros, a sus páginas, a las películas, alineadas, dando cuenta de las obsesiones y las pasiones, a los discos, que significan algo diferente para cada quien y recuerdan una época en particular, en fin, a los objetos con alma, que nos acompañan, que se pueden atesorar y que al quedarse la casa vacía se escucha el latir de su corazón.
Inés M. Michel
Imagen de portada: @inesmmichel